lunes, 2 de noviembre de 2009

CRÓNICA ARBITRARIA DE UNA NOCHE CUALQUIERA EN BUENOS AIRES

No sólo de críticas y presentaciones vive el hombre. Hoy me voy a permitir dejar de lado por un rato la tercera persona -esa que hace tan creíble al periodismo- y dedicarme a la primera, a mi propia voz. Que no es menos creíble.
Presento una crónica de factura propia: un recorte subjetivo de la noche en Buenos Aires. De seres anónimos que trabajan, seducen o simplemente vegetan, en la penumbra ciudadana.
Las siguientes líneas son también un humilde homenaje a
Fabián Polosecki, quizás el primero en poner el ojo en las mariposas de la noche. Dándoles entidad y existencia a muchos seres olvidados.

“¿Querés qué te cuide la moto?”, me preguntó Abril, una nena de siete años que trabajaba en Puerto Madero, sobre Alicia Moreau de justo, en frente de los cines. No supe que contestarle, eran las 22,30 y yo estaba apurado.
Cuando volví, a las 12 y media de la noche, noté que Abril todavía estaba sentada en la vereda, me dio pena verla. Me acerqué y conversamos un ratito: contó que se quedaba cuidando los autos hasta las cuatro de la mañana, que después iba a tomar el tren en Constitución para ir a su casa en Guernica, en el Gran Buenos Aires. Dijo orgullosa que tenía cuatro hermanitos, que estaba en primer grado, y que estudiaba por la tarde.
Su simpatía y espontaneidad me desarmaron, era una cosita chiquita que destilaba inocencia y alegría. Abril tenía el pelo castaño y medía un metro de alto, estaba vestida con un equipo de gimnasia gris, que alguna vez fue blanco, y le faltaba un dientito de leche, lo que le confería una sonrisa simpatiquísima. Me despedí de ella y le di algún dinero para ayudarla, pero también para aliviar mí malestar interno.
“¿Y, qué tal la cuidadora?”, inquirió un muchacho de barba que pasaba caminando y había escuchado mí conversación con la nena. “Los padres están a los besos enfrente”, dijo con tono de reproche, y siguió.


Un taxista, buen samaritano de la noche, me explicó dónde quedaba el Casino Flotante, y la primera sensación al llegar fue la de un parque de diversiones. El estacionamiento con muchas luces de colores, señalizado con cartas de póquer de neón me recordaron un circo. El barco donde funcionan las mesas del casino parece salido de la película Maverick, era una réplica de esas embarcaciones típicas del Missisipi.
Una vuelta por los distintos niveles no me condujo a ningún lado. Todos estaban demasiado ocupados en seguir una pelotita, un naipe, o algún dado, como para iniciar una conversación.
No conforme con esto me dirigí raudo al Hipódromo de Palermo, y el viaje en moto me hizo sentir que la madrugada del miércoles se enfriaba.
Los elegantes salones del palacio hípico estaban copados por más de tres mil máquinas tragamonedas. Recorrer el lugar representaba atravesar un mar de colores y sonidos que se transformaba conforme se avanzaba. La única constante era el estado hipnótico en el que se encontraban los jugadores: miradas extraviadas, movimientos maquinales y conductas compulsivas. Tampoco resultó un lugar apto para estrechar vínculos con otro ser humano.
Salí decepcionado pero no estaba dispuesto a rendirme. Subí por Libertador, y sin saber muy bien cómo, aparecí en los bosques de Palermo. Me impresionó la enorme caravana de autos que circulaban a paso de hombre.
Di una vuelta por el circuito donde se oferta el sexo más polémico de Buenos Aires, advertí como los muchachos de los autos negociaban con las provocativas travestis, y finalmente decidí parar a tomar algo en el puesto que está abierto las 24 horas, a metros del lago.
Me apeé de la moto, saludé respetuosamente y pedí una Coca. Romina, una mujer obesa de 28 años, me sirvió la gaseosa con parsimonia, se la notaba cansada y con razón: hacía más de 16 horas que estaba trabajando. Esta comerciante de cabello bicolor, negro y bordó, contó que prefiere trabajar en el turno de la noche. "Es más tranquilo a esta hora", afirmó, mientras dos travestis muy flaquitas entraban por la puerta trasera del carrito.
Soledad se vino desde Salta para trabajar en la prostitución, dice que acá hay más plata. Se la nota inquieta, habla mucho y cambia de tema constantemente. "A mí me gustaría que haya una
marcha del orgullo gay en mi provincia", comentó, en relación a los volantes que estaban sobre el mostrador y que promocionaban la marcha del 31 de octubre en la Plaza de los dos Congresos.
"Yo tengo más hormonas femeninas que masculinas, eso me dio el último estudio que me hice", afirmó, para validar su condición de traviesa natural. Soledad continuó con una clase de profilaxis: "Me cuido mucho, a los clientes les hago poner dos forros, y si no les gusta que se vayan a la mierda". Dicho esto salió disparada fuera del puesto hacia un auto en el que se encontraba una amiga suya y cuatro tipos que le hacían señas. El deber es primero.
Cuando estaba por irme me abordó Rocío una travesti de belleza perturbadora. Una rubia de un metro 80, vestida con una tanga, botas rojas hasta las rodillas y un top roto que le dejaba las tetas al aire. Comenzó a interrogarme: "¿Ya te vas, cómo te llamás, qué andás haciendo, querés que te haga un bucal?"
Rocío era más bien un vendaval que acusaba 25 años aunque aparentaba 35. Trabajó algunos años en Centroamérica y se le notaba en el acento.
Me dispuse a irme y se me acercó. "¿No te gusto?", preguntó. Tomó mi mano izquierda y la apoyó sobre su pecho, luego llevó mi mano derecha a sus nalgas. Quedé helado, ella estaba trabajando y era su manera de conseguir clientes. "Me tengo que ir, gracias", balbuceé. Me subí a la moto, arranqué y me fui. Temblaba, seguramente por el frío.

Fernando Córsico

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